“Mandíbula”, el último libro de la ecuatoriana Mónica Ojeda

Por Marc Bayés*
Barcelona ha amanecido nevada. Es una pátina delgada que cubre apenas las zonas más altas de la ciudad. La blancura silenciosa de la madrugada se deshace con las horas. Es cada vez menos nieve y más agua sucia, revuelta y turbia.
En unas horas la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda, junto con Roberto Wong y los Candaya (editorial), presentará Mandíbula, su última novela, en la librería-café Laie.
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Mi primer profesor de literatura ostentaba un extraordinario bigote flaubertiano. Recuerdo el día en que presentó en clase el libro de relatos El lobo-hombre, de Boris Vian. Nos contó que titularlo lobo hombre, en lugar de hombre lobo era tan deliberado como interesante. Decía: “Que un hombre sea un hombre lobo significa que es, en esencia, un hombre, pero que un hombre sea un lobo hombre significa algo terrible: que es, en esencia, un lobo”.
Leímos a Boris Vian con 16 años. Fue una admirable gota oscura sobre nuestra ya agitada pátina blancuzca de la inocencia. Aquellas obras de Vian representaron para muchos de nosotros el tránsito literario hacia lo irremediable de lo turbio.
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Llega la tarde. Queda nieve en las montañas que circundan Barcelona. En los rincones del campus por donde ando permanece el aguanieve oscurecida por el polvo, las pisadas y la sombra de las cornisas.
Entro en Laie. Llego demasiado pronto. Dos empleados se apresuran a colgar el cartel y disponerlo todo para el evento. Salgo. Tomo una cerveza en un bar esquinero con Gabita. Cuando llegamos a Laie de nuevo, la sala está repleta y Mónica O. desoculta algún pasaje, desvela alguna clave, desvanece alguna duda con una claridad meridiana.
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En la clase escuchábamos con atención el argumento de Escupiré sobre vuestra tumba. Estoy prácticamente convencido de que la mayoría leímos el libro de Vian. Nos perturbó y atrapó por igual. Estoy seguro de que no nos atrapó el hombre, el conflicto, lo social, sino el instinto; no la razón, sino la carne.
De esos días de instituto, recuerdo a muchos lobos en ciernes; algunos, los peores, bajo la piel blancuzca mullida del cordero.
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La presentación de Mandíbula discurre en forma de entrevista. Mónica explica que hay “un personaje que le tiene miedo a los adolescentes”, esos mismos chicos y chicas creadores de las creepypastas —“Las creepypastas son historias cortas de horror recogidas y compartidas a través de Internet con la intención de asustar o inquietar al lector”, dice la wikipedia. “Algunas están muy mal escritas, pero otras están extraordinariamente bien hechas”, dice Mónica—, de la ballena azul, que se cuelgan al vacío desde una viga para la foto o el selfi. Son los adolescentes del “qué divertido es sentir que te vas a morir sin morirte”, todos ellos con “una extraordinaria sed por vivir situaciones extremas” y que pueblan las páginas de Mandíbula y de la realidad.
Mónica confiesa que le atraen esos mundos, que le “gusta trabajar con lo extremo” y rubrica: “No puedo escribir sin cierto entusiasmo morboso”.
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El profesor contaba que en el relato El amor es ciego, de Vian, una niebla espesa caía sobre la ciudad. “Fue cayendo en capas paralelas”, describe el autor. En este cuento el escritor francés sitúa a los ciudadanos bajo el influjo de una niebla afrodisíaca. Se abandonan y se encuentran en “el terreno de lo posible, que es muy amplio, cuando no hay temor a que la luz se encienda”.
Cuando desaparece la niebla, antes de avergonzarse de sí mismos, los personajes del relato deciden arrancarse los ojos y seguir con su vida.
A., un compañero de clase, también escuchaba los pasajes de Vian. Sin pasmo ni asombro. Más tarde supe que su condición lobuna le sobrevino a golpe de violencia familiar: el camino más rápido a lo turbio.
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“Lo animal me parece profundamente poético”, continúa la autora ecuatoriana, pero “no nos gusta reconocernos en lo animal”, concluye Ojeda.
El evento termina.
Mandíbula evoca la poderosa imagen de la quijada del cocodrilo. Es en la mandíbula donde el reptil protege entre los dientes a sus crías y con la que acaba a dentelladas con sus presas. Es el lugar del cobijo y del horror de los jirones desgarrados.
“El yo poético siempre es un animal”, dice María Auxiliadora Balladares; a la luz de Mandíbula, de Mónica Ojeda, el yo, poético o no, siempre es un animal.
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Nada queda de la nieve, ni el agua sucia.
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