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Una pesadilla en la cúspide del progreso tecnológico

Por María José Coronado* / Ilustración de Sorian Soosay (cc)

Cuando busquemos en nuestra memoria los cambios que produjo la llamada revolución tecnológica, nos imaginaremos  artefactos como los robots, drones, impresoras 3D, computadoras y  celulares. También recordaremos aquellas palabras aprendidas e incorporadas a nuestro lenguaje: nanotecnología, neurotecnologías, inteligencia artificial, biotecnología. Pero es muy probable que nuestra mente ya no tenga rastro de una forma de existencia distinta porque estaremos más preocupados de las máquinas que de  la vida.

Jaron Lanier, el informático de estilo rasta que se dedicó desde muy temprana edad a la realidad virtual y al desarrollo de tecnologías en red, fue elegido como una de las personas más influyentes del mundo por la revista Time del 2011. Hoy, en cambio, es reconocido por su manifiesto “No somos computadoras”, en el cual rechaza la obsesión por la tecnología y por muchas cuestiones del mundo tecnológico que alguna vez fueron consideradas sagradas para él.

En su manifiesto apunta contra lo que ha denominado la “cultura nerd de internet” o “ el maoísmo digital”. Es decir, la inminente tendencia a priorizar a las computadoras sobre las personas y a las plataformas sobre los contenidos. En el texto también se hace hincapié en los efectos profundos que viven los seres humanos que interactúan con el mundo tecnológico.

Los ordenadores, la automatización del trabajo manual y la inteligencia artificial van progresando aceleradamente. Sin embargo, esta llamada revolución tecnológica no ha dejado de lado los grandes legados con los que el mundo progresa:  violencia, inequidad, abuso de poder, explotación y muerte.

A pesar de vernos a nosotros mismos como los seres vivos más inteligentes del mundo, está claro que aún no logramos “el progreso” sin hacer daño.

Retroceso

Algunas publicaciones, libros e incluso series de televisión nos han dibujado el futuro del mundo guiados por la tecnología. Son ideas que se balancean entre lo necesario, catastrófico y sorprendente. También hay historias que no se escuchan, información que no se comparte en el aula de una escuela, colegio o universidad. La mayoría apunta a explorar el mundo en el que viviremos cuando la tecnología y sus efectos ya forman parte de nuestras vidas. Sin embargo, muy poco sabemos todo lo que sucede en el camino.

La industria de la telefonía móvil, por ejemplo, forma parte de aquellas historias excluidas que se viven en la periferia del desarrollo tecnológico. Las baterías de nuestro teléfono celular, GPS, computadora y demás aparatos eléctricos están elaboradas de coltán, un mineral de color negro compuesto de columbita y tantalita que logran resistir altas temperaturas. La gran mayoría de este mineral proviene de la República Democrática del Congo, que posee alrededor del 80% de la reserva mundial.

El despunte tecnológico (mediados de los 90) y en particular el boom de la industria de la telefonía móvil han provocado que el Congo, el segundo país más grande de África, se convierta en el escenario de guerras interminables por el control de los minerales. Grupos armados explotan ilegalmente estos recursos  y aprovechan su comercialización para financiar una violenta guerra civil.

En este lugar la gente es asesinada, los niños raptados para ser parte de los grupos armados y las mujeres violentadas.

Según datos de la UNICEF, un 43% de los habitantes del Congo (77 millones en total) son menores de 15 años. De ellos, más de 30 mil están enlistados en las filas de combate. Mientras que el Comité de Rescate Internacional indica que desde mediados de los 90 hasta el 2010, más de 5 millones de personas han muerto ha causa del conflicto por el coltán y otros minerales. Es la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial (aunque hay estudios que disputan esta cifra).

Si bien el conflicto interno en este país responde también a otros aspectos sociales, históricos y políticos, de una complejidad y profundidad significativas, no es menos cierto que el mundo y su necesidad voraz de nuevos dispositivos tecnológicos sea uno de los elementos que mantiene viva la guerra y la muerte.

El cineasta danés, Frank Piasecki Poulsen,  durante la producción de su documental “Sangre en el móvil” (Blood in de Mobile), arremetió contra la empresa Nokia, una de las más importantes compañías de telefonía móvil. Cuestionó su  responsabilidad, directa o indirecta, en el conflicto. Nokia declaró que no compra coltán de Congo sino que lo obtiene del resto de la industria. Según la empresa, desde el 2001 exige a sus proveedores de coltán que garanticen que el mineral no procede de las minas de este país. A esta acción también se sumaron empresas como Apple, Sony, Nintendo, Intel y HP.

Sin embargo, resulta difícil garantizar que las grandes empresas puedan controlar cómo obtienen sus proveedores dichos minerales. Primero porque, al ser el Congo el país con el 80% de reservas de coltán, es el lugar donde más barato se compra este y otros minerales. Y, segundo, porque resulta difícil tener algún tipo de garantías cuando la cadena de suministro es tan amplia y compleja. Según un estudio del colectivo Tecnología Libre de Conflicto, así funciona esta cadena:

  1. Congo: grupos armados controlan las minas y rutas de tránsito. Compran armas y perpetúan las guerras.
  2. Ruanda, Uganda y Kenia: los minerales se transportan a las refinadoras y fundiciones.
  3. Asia oriental: Las empresas transforman los minerales en metales. Empresas encargadas de fabricar tarjetas de circuitos colocan los metales en estas.
  4. EEUU, Asia y Europa: minerales procesados se venden a través de grandes empresas en sus teléfonos móviles, dispositivos de música, cámaras digitales, etc.

Para Poulsen queda claro que no se trata de prescindir de la telefonía móvil sino de cuestionar y exigir a las empresas soluciones inmediatas y sobretodo justas. “Tengo móvil, porque no creo que se trate de volver a la edad de piedra. Necesito el teléfono para trabajar, para hablar con mi hija“, había dicho el cineasta en su visita al Barcelona en la presentación de su documental.

En el 2010, a través de la implementación de directrices legales, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos buscó controlar la explotación ilegal y descontrolada de los minerales. Sin embargo, ninguna ley ni en Estados Unidos ni en la Unión Europa ha sido suficientemente fuerte para obligar a las empresas a que rindan cuentas claras y profundas sobre  su cadena de producción y el origen de los  minerales que provienen de los países de África Central. Lo que es cierto es que estas leyes no buscan impedir la compra desenfrenada de los minerales por parte de las compañías tecnológicas. Sino que pretenden crear un marco legal para que las empresas compren formalmente los minerales y que, además, paguen los impuestos destinados a la reconstrucción del medio ambiente y mejora social en las zonas de conflicto.

Como reposa en aquel refrán: el papel lo aguanta todo.

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* Comunicadora y periodista. Maestría en estudios de la cultura en la Universidad Andina Simón Bolívar, ha trabajado en generación de contenido multimedia para temas turísticos y sociales.
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