
Por Daniel Orellana**
Hombre mojado no teme a la lluvia (Proverbio árabe)
Durante las últimas semanas, la realidad ha vuelto a invadir los escenarios de supuesta calma y normalidad que han prevalecido en los últimos años en Ecuador. Una realidad que, para una buena parte de la población, no parecía más que un tufo intermitente e incómodo (esa población que accede a redes sociales, que abre la llave del agua sin dudar siquiera de que podrá lavarse los dientes, para la que el problema de movilidad se resume a los atascos y a no tener donde estacionar). La invasión ha tomado forma en las potentes expresiones de descontento social inicialmente impulsadas por diferentes niveles de organización social que se creían debilitados, aprovechadas por poderes políticos con caras nuevas y viejas, y catalizadas por las desproporcionadas y desenfocadas acciones de represión de un aparato estatal miope e improvisador. Las cifras y datos que evidenciaban lo que se venía no eran triviales: Una deuda pública del 45% del PIB, según datos del Ministerio de Finanzas; acorde con el INEC, un nivel de pobreza del 40% y de extrema pobreza de 17.5% en el área rural (cuatro veces más alto que en el área urbana), unos niveles de desigualdad estancados por más de 5 años y con vistas a empeorar, una dependencia enfermiza del petróleo y del endeudamiento, una crónica desatención a los sectores más vulnerables. Pero estas cifras significaban poco hasta que tomaron cara humana.
La fuerza de esta primera oleada llegó a varias ciudades y dejó huellas en los espacios cotidianos. Las grietas y escombros que quedaron son más profundas que los evidentes y dolorosos daños físicos en las calles, parques y postes. Son, principalmente, grietas de desconocimiento sobre las desigualdades estructurales que prevalecen en la sociedad. Son escombros de un discurso racista y clasista que se ocultaba discretamente bajo el revoque de lo políticamente correcto, alimentado por la profundización de la desigualdad social y por las estrategias políticas de confrontación de los poderes de turno. Son rescoldos que, con frases hechas y verdades a medias o distorsionadas, reavivan un pseudo-razonamiento que busca justificar la desigualdad a través de una supuesta superioridad moral, geográfica o étnica: “Son pobres porque quieren”, “Son vagos porque trabajando se sale adelante”, “Los que tienen plata no les interesa nada más”, “Es que los indígenas no valoran el desarrollo”, “Como tienen envidia, vienen a destrozar”.
La explosiva protesta social que vivimos va más allá de reclamos puntuales sobre el modelo actual de subsidios (imprescindible de revisar), de las propuestas de reformas laborales (aún poco claras), o de la reivindicación de posturas ideológicas (unas tan viejas como la democracia, otras deformes y maleables). Lejos de ser una situación local y coyuntural de Ecuador, estamos presenciando escenarios similares en Chile, Colombia, México y Líbano. La protesta social es la manifestación colectiva de un “ya no aguanto más”, de un sentimiento de estar mojado en medio del aguacero mientras que los paraguas están reservados únicamente para un grupo, de una sensación de ruptura del contrato social. Pero, quizá más importante, es la evidencia de la cercanía de un punto de inflexión prácticamente inevitable en un sistema dinámico que se ha caracterizado por un conjunto de propiedades y características que lo hacen insostenible.
* * *
Para poder entender las causas de este punto de inflexión y explorar las posibilidades futuras para la sociedad, es útil entender su dinámica a través de la metáfora del “ciclo adaptativo”. Todo sistema ecológico y socio-ecológico tiene un comportamiento dinámico que evoluciona en fases o períodos alternados y repetitivos de explotación, conservación, colapso y reorganización que cambian según las condiciones internas del sistema, de la trayectoria que sigue, y de las influencias externas. Este comportamiento se conoce como el “ciclo adaptativo” y ha sido observado y estudiado en innumerables sistemas, incluyendo bosques, ciudades, hormigueros, cooperativas, lagunas, países, islas y comunidades. Se ha observado además que durante el período de conservación, los sistemas tienden a crear estructuras y conexiones que intentan alargar y mantener su funcionalidad, pero que disminuyen su resiliencia y los hacen vulnerables a los disturbios internos y externos cuando las condiciones cambian.
En los sistemas sostenibles, durante la fase de acumulación se generan estrategias que logran mantener la funcionalidad básica del sistema y lograr una transición estable hacia un nuevo ciclo. Por ejemplo, una comunidad puede reinvertir los beneficios de la explotación de recursos naturales en educación para generar nuevas formas de economía no extractivista, o puede usarlos para crear un ecosistema fuerte de pequeños emprendimientos que disminuya la dependencia externa. Para que surjan estas estrategias, es imprescindible un tejido social fuerte, generado desde el reconocimiento de la diversidad de habilidades y de necesidades, basado en principios éticos de derechos fundamentales, de igualdad de oportunidades y de confianza entre las personas y las instituciones (un aspecto clave del capital social).
Sin embargo, cuando el sistema no es sostenible, la fase de acumulación tiende a mantener las funciones originales de explotación sin generar nuevas oportunidades de cambio, profundizando los problemas y disminuyendo la resiliencia provocando que inevitablemente se llegue a un punto de ruptura donde las funciones del sistema colapsan. Según cómo se produzca y aborde, esta ruptura puede ser extremadamente traumática (colapso completo) o puede dar paso a una fase de liberación y reorganización del sistema que dé origen a un nuevo ciclo en el que el sistema se ha adaptado a las nuevas condiciones.
En un país como Ecuador, las fases de explotación y conservación han estado caracterizadas por una economía extractivista basada en la explotación de los recursos naturales y en la acumulación desigual de los beneficios de esos recursos. Esta forma de crecimiento no es sostenible, pues la mayoría de recursos que explotamos no son renovables, y las desigualdades sociales generan gigantescas pérdidas de recursos y oportunidades. La falta de una visión a largo plazo del país ha impedido la generación efectiva de nuevas formas de generación de oportunidades, la universalización del bienestar social y la disminución de la brecha socioeconómica. Estas inequidades son especialmente evidentes y dolorosas cuando se contrasta la realidad de las ciudades con la del área rural, donde el nivel de desigualdad se triplica. Más aún, la corrupción incontrolada y generalizada, el endeudamiento público desmedido y la estrategia discursiva basada en la confrontación han profundizado el descontento social y han aumentado las probabilidades de una ruptura catastrófica.

* * *
“…la quietud de la región se vio agitada por las rebeliones de la población indígena, hastiada de su miseria secular (…) en tanto que la clase acomodada, fiel a su tradición hispánica, agotaba el capital acumulado en lo suntuario (…). El ensueño se transformó en sobresalto en 1925, frente a la multitud de indios hambreados que amagaron la ciudad y solo pudieron ser trabajosamente repelidos cuando el vecindario y la fuerza pública tiraron a matar.” (Marco Tello, “El patrimonio lírico de Cuenca”, 1999).
Este relato de lo que sucedía en Cuenca hace un siglo da cuenta de cómo, en el entretejido de condiciones del ciclo adaptativo en Ecuador, se distingue permanentemente el hilo de la desigualdad, la segregación y la intolerancia. Algo que ningún gobierno, ni de izquierda ni de derecha, ni conservador ni progresista, ha logrado romper (si acaso lo han intentado). Hoy, casi cien años después, el desencuentro sigue generando imágenes que quedarán marcadas en la memoria del siglo XXI: Un grupo de policías agrediendo salvajemente a un estudiante. La dueña de un comercio vandalizado llorando en desesperación. Un transportista de leche obligado a desechar todo su producto. Una indígena con mascarilla en medio de una nube lacrimógena. Una cadena humana de voluntarios de salud protegiendo de la policía una zona de atención médica. Un periodista en el suelo, golpeado por la piedra de un manifestante descontrolado. Una campesina resignada presentarse en la marcha para que no le quiten la cuota de agua para su cultivo. Un periodista retirando el micrófono a un entrevistado cuando su testimonio no se alinea al interés editorial. Una “manifestante por la paz” gritando insultos racistas en un noticiero nacional (esta vez no se le retira el micrófono). Un edificio gubernamental con documentos clave de corrupción vandalizado por segunda vez en una semana.
Todas estas imágenes son demostraciones de imposición del poder sobre el otro. Un poder basado no solamente en la fuerza, sino sobre todo en la convicción profunda de que es el otro el que está equivocado y que debe someterse, a toda costa, a un modelo de pensamiento, un comportamiento y un estilo de vida acorde a lo que se espera de él, independientemente de su condición.
El país no está roto solamente por el endeudamiento, la corrupción, la desigualdad y la falta de un plan de futuro. Está principalmente roto por la incapacidad de reconocer las situaciones, necesidades y vulnerabilidades de los demás. Los diálogos y acuerdos entre el gobierno, el FMI, las grandes empresas, los dirigentes indígenas o laborales, los transportistas, son solo eso: diálogos y acuerdos entre grupos de poder. Los que ya no están en el poder, o esperan estarlo, tienen sus propios intereses y agendas, y abanderan discursos que nos polarizan con la esperanza de pescar algo de lo que quede. Estos actores no son una oportunidad real de transición a una fase de regeneración y reorganización. Son más bien fuerzas de “resiliencia” que, consciente o inconscientemente, refuerzan y conservan la fase actual de conservación en un sistema insostenible e injusto.

Si realmente queremos estar listos para abordar el punto de inflexión hacia una nueva fase de liberación y renovación, necesitamos plantearnos seriamente una pregunta clave ¿en qué tipo de sociedad queremos vivir? Esta pregunta no es fácil de contestar (incluso es difícil de formularla seriamente), y tendrá una gran cantidad de respuestas diversas; pero esa diversidad de respuestas no debe ser entendida como contradictoria, sino más bien como complementaria: La posibilidad de generar un nuevo contrato social, de construir un país que garantice que todos tengan una oportunidad, más allá de las condiciones de su punto de partida, de lograr manejar lo evitable para evitar lo inmanejable. Como diría Leonardo Boff, necesitamos una nueva ética del cuidado: plantearnos el derecho y la obligación a cuidarnos a nosotros mismos, a cuidar a nuestros cercanos, pero sobre todo, cuidarnos entre extraños. La ética del cuidado requiere también una pedagogía del cuidado: un proceso de aprendizaje individual, interpersonal y social donde desarrollemos las destrezas básicas necesarias para practicar esta ética.
Un acuerdo social basado en esta nueva ética permitirá fundamentar un plan de país incluyente y diverso, generar un nuevo contrato social acorde a las diferentes realidades, necesidades y formas de vida y la construcción de políticas públicas consecuentes. Pero además impedirá que los momentos de crisis desemboquen en muertes, odio y ruptura social. Este proceso es una especie de “evolución consciente” donde los actores sociales fundamentales, las personas, seamos quienes definimos la ruta de la transición hacia un nuevo ciclo.
_________________________________________________________