Compartí celda con Charly García

Por Xavier Gómez Muñoz*
Javier Lara Santos, poeta:
Fue una noche de viernes, tipo 9 pm. Ese día se juntaban en Quito Aterciopelados, Fito Páez, Gustavo Cerati y Charly García: era un concierto hermoso. Yo tenía 24 años, mi novia de ese entonces, 17, y su prima era menor. Estábamos afuera de la tienda que había frente al redondel del coliseo Rumiñahui, con dos chelas. En ese momento tocaban Aterciopelados, creo, pero nosotros fuimos por Cerati y Charly. De pronto vimos una horda de chamos que empezó a correr por todos lados, pero nosotros no entendíamos qué pasaba. Yo pensé: ¡batidas!, pero estaba tranquilo porque tenía mi cédula y la entrada del concierto en el bolsillo. Era un ticket amarillo.
Entre el alboroto, sentí que alguien le hizo a un lado a mi pelada; la prima estaba dentro de la tienda. Regresé a ver y un policía me agarró de atrás del pantalón, como hacen con los choros. Me levantó y me dijo: ¡Prohibido libar en la vía pública! Yo quise explicarle que iba al concierto y que tenía papeles, pero no me dio chance a nada: me subió a un camión grande, de esos que tienen atrás una carpa, junto a otros 15 chicos. Después me enteré que había una ordenanza municipal y que por esa época —en 2002— los policías salían a hacer batidas y agarraban a diestra y siniestra a los que estaban tomando en la calle, pero también, a veces, a los que tenían la mala suerte de estar por ahí. Recuerdo que mi pelada me decía desde abajo: oye, qué pasa. Y yo respondía: tranquila, no pasa nada, ya les muestro la cédula y me bajan. Pero el camión empezó a moverse.
Todos los que estábamos ahí éramos pelados, de unos 19 a 25 años, indignados porque no sabíamos por qué nos llevaban. Había unos tres chicos en pantaloneta, cabreadísimos porque habían estado jugando fútbol en la canchas de la concentración deportiva, se les fue el balón a la calle, salieron corriendo a cogerlo y les treparon al camión. Era una cosa loquísima. Después de un tiempo, recuerdo, escribí una crónica sobre esto para una revista que hacíamos con unos panas. Se llamó “Así los amigos del barrio pueden desaparecer”, como dice esa primera línea en la canción de Charly: Los dinosaurios.
En fin, a eso de las 10:00 de la noche, llegamos al CDP (antiguo Centro de Detención Provisional, en San Roque). Yo nunca había estado preso, y de ley que estaba asustado, pero menos que otros, y eso, en algo, me tranquilizaba. Nos hicieron entrar al primer piso en fila. Cuando pasamos por la lagartera (ahí estaban los detenidos más peligrosos) teníamos que hacernos a un lado porque, si no, nos jalaban. El segundo piso era un cuarto pequeño, con filas de literas a ambos lados, donde estábamos metidas unas 80 personas. Apenas llegamos, el caporal, un manaba grandote y gordo, nos hizo formar. “Carne fresca”, decían los demás internos. El caporal nos mandó a bañarnos. Yo me quedé al último, y solo me mojé la cabeza. Cuando apagaron las luces me acomodé en el suelo, tapado con una cobija andrajosa que me dieron. ¿Qué estoy haciendo aquí?, decía entre mí, si yo solo iba a un concierto.
Al siguiente día llegó temprano un cabo y empezó a nombrar a los que habíamos llegado la noche anterior. Salieron todos menos otro man y yo, porque el resto sí había llamado a su casa. Abajo había un teléfono de esos que funcionaban con tarjeta. En eso se acercó un colombiano que parecía buena onda y me ofreció ayuda. Yo acepté desconfiado su tarjeta, pero apenas acabe de hablar, me dijo —sabiendo que no tenía plata—: me debes diez dólares. Y ahora, cómo me pagas. Y a cada rato pasaba, afilando una cuchara de metal con una lija. Me quedaba viendo a los ojos para amedrentarme, pero no me tocaba: ¡Me pagas!, decía. ¡Me pagas!
Cerca de la noche, vino otro policía y me llevó a otra celda. Mi madre no logró sacarme ese día, porque las dependencias policiales no atienden el sábado por la tarde, pero consiguió por medio de algún conocido que me trasladaran a una celda para recomendados: una especie de cárcel VIP, adonde iban políticos y personas influyentes. Ahí dicen que está un artista loco, me contó mi madre por teléfono, aunque en ese momento yo no entendía nada. Cuando llegamos vi a un señor gordo y chiquito, que hablaba de su mujer, una cama desocupada para mí y otra, al fondo, con un bulto largo y totalmente tapado con una sábana: parecía un muerto. Al lado estaba un argentino, con cara de cabreado.
—Y el que está ahí, ¿quién es? —pregunté.
—Ah, es Charly —contestó desganado, y yo casi me cago.
Después de un rato le trajeron comida, Coca-Cola y pastillas. Charly comió semiacostado y yo ni siquiera podía verlo. A eso de las 9:00 de la mañana del siguiente día, por fin se levantó un momento. Era altísimo, tenía el maquillaje corrido y unos dedos tremendamente largos, con las uñas pintadas de negro; llevaba unas botas que parecían de astronauta y la ropa viejísima. Entre todos los locos que había ahí adentro, él era un esperpento más, pero un esperpento chic. Era Charly, huevón.
—¡Yo iba a tu concierto! ¡Aquí tengo la entrada, mira! —le dije apenas se puso de pie. Pero él respondió, muy relajado:
—Y bueno… Qué más se puede hacer en cana. Hay que dormir, ¿no? —y el muy cabrón se volvió a acostar, y se tapó con la sábana.
El resto de la mañana pasamos enseñándoles a jugar cuarenta a los dos argentinos que estaban con él. En la tarde llegó gente del consulado. Le dijeron que ya iba a salir, que se arregle, porque abajo le esperaban los medios. Ese día, yo me había levantado temprano para hacer unas llamadas. Les contaba a mis amigos: ¡Oye, estoy preso, pero estoy feliz porque estoy con Charly García! Y nadie me creía. Solo una amiga confío en mí, fue a visitarme y pasó camuflada una de esas Kodak largas que había antes. Y bueno, cuando Charly estaba listo para salir, yo me lancé y le dije:
—¡Charly, soy tu fan! ¡Una foto!

Javier Lara Santos. Foto: Xavier Gómez Muñoz.
Él me miró tranquilo. Cogió la cámara y se la dio a uno de los argentinos. Cuando me agarró el hombro para la foto, yo ya me desleía. Después me dio su autógrafo en una libreta, me puso: “Say no more” y se fue.
Cada vez que cuento esta historia la gente se queda sorprendida y sé que, si no fuese por la foto, no me creerían. Tengo un amigo que es dueño de un restaurante de carnes argentinas en Quito, adonde ha llegado la Selección de Fútbol Argentina y algunos famosos. Él tiene también una foto con Charly, pero en la suya ya se le ven los años y las libras que ha ganado últimamente. Recuerdo que la primera vez que me presumió su foto, yo le respondí en buen plan, pero la mía es en cana, y contra eso sabe que no puede decir nada.
La versión de la prensa
Durante la noche del 27 de diciembre de 2002 y la madrugada del sábado 28, publicó la prensa nacional, Quito fue sede de un “megaconcierto” en el que participaron Cruks en Karnak (Ecuador), Aterciopelados (Colombia), Fito Páez, Gustavo Cerati y Charly García (Argentina). La velada estaba programada para las ocho de la noche en el coliseo General Rumiñahui. Asistieron cerca de 12 mil personas. Luego de siete horas de espectáculo, el último en salir al escenario fue Charly García, quien —difundió la agencia EFE— “arremetió a puntapiés contra los equipos de sonido cuando interpretaba su segunda melodía y desapareció del escenario en uno de sus habituales arrebatos de ira”. La causa, al parecer, fue el desacuerdo del artista con la calidad del sonido.
El público, enardecido, lanzó botellas contra el escenario y destrozó lo que se le cruzó en el camino, por lo que la policía tuvo que intervenir para desalojar el coliseo. Charly García fue arrestado aquella madrugada en su camerino y trasladado al CDP de Quito. En septiembre de 2014, el músico argentino Gonzalo Aloras difundió en YouTube un video en que se ve a Fito Páez, Gustavo Cerati y Charly García, junto a otras personas, encerrados en un camerino, mientras la policía ecuatoriana espera afuera para arrestar al cantante del bigote bicolor.
—¿Quién lo hubiera pensado? Hoy éramos estrellitas del rock y ahora… —se pregunta Charly en el audiovisual.
—¡Presos! Detenidos en Quito —responde una voz que parece venir de Gustavo Cerati o Fito Páez.
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