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Javier Vásconez presenta la sexta edición de El viajero de Praga

Por Marc Bayés*

El escritor Javier Vásconez está sentado en la cafetería de la librería Laie, en la que en breve presentará la sexta edición de El viajero de Praga. Lleva un sombrero de tela de un verde gastado y unas gafas redondas de carey.

Desde donde lo observo, no me ve. Si me viera allí, de pie, fuera de la cafetería, pensaría quizá que un individuo lo observa; quizá porque lo ha reconocido, quizá porque sabe de su literatura. Lo más probable, sin embargo, es que fijaría la mirada en mí sin verme, instalado en sus profundidades, en sus vivas sensaciones y nostalgias de recién regresado a Barcelona.

Desde donde estoy, trato de averiguar si Vásconez tiene algún rasgo del doctor Josef Kronz, el protagonista de El viajero de Praga. Luego me pregunto qué aspecto tendrá el doctor Kronz; tampoco lo tengo claro, pero, desde luego, no el de Javier.

Empieza el acto de presentación. Al lado del autor —ahora sin sombrero y sin gafas— se sienta e inicia el evento la afilada figura del crítico Ignacio Echevarría. Menciona los internados en los que pasó la infancia Vásconez (Inglaterra e Italia) y le cede la palabra: “Tuve una infancia nómada”, explica. “Mi padre me envió de un internado a otro. Creo que verdaderamente quería convertirme en un personaje siniestro”.

Cuenta el autor de El viajero de Praga que su enfermedad, la epilepsia, le ha dado la “hipersensibilidad”, la “susceptibilidad”, la conciencia del valor de la palabra: “No poder nombrar las cosas, cosas como vaso, luego de un episodio epiléptico, te produce una fuerte angustia”. “El mundo es palabra”, sentencia.

Ya desde las primeras intervenciones, advierto que el escritor es un personaje de un carácter inesperadamente jovial. Nos reímos todos. Habla de su padre y aprecia —de su muy mala relación con él— que le diera libertad a la hora de escoger sus lecturas. “Nunca me censuró una obra”. Y añade: “Las familias estorban siempre las posibilidades de libertad”.

Vásconez charla con Echevarría antes del  lanzamiento del libro.

Ignacio Echevarría toma la palabra, la extiende y la secuestra. Pese a que lo que dice es relevante, algunos nos removemos en las sillas a la espera de escuchar de nuevo al autor. Echevarría está desatado, declamando un prólogo. Debería escribirlo, pero no aquí y ahora.

Por fin, Vásconez le roba el turno. Él sí ha conectado con el público, sabe que queremos escucharlo, le importa la gente que tiene delante. Llegó para compartir su obra con nosotros.

Al día siguiente de la presentación, me cité con el escritor ecuatoriano para hablar, con más calma, de El viajero de Praga.

El viajero de Praga, ¿cómo llegó a ese nombre?

En primer lugar, deseo decir que me siento muy cómodo y contento de estar en Barcelona y que me entrevistes en relación con esta novela que, de alguna manera, empezó a concebirse en esta ciudad hace muchos años, cuando yo vivía aquí. Sin embargo, se materializó, la empecé a escribir en Bahía (Ecuador).

Recuerdo que escribí la novela de un tirón, encerrado en un apartamento. Yo mismo me cocinaba, no veía a nadie, vivía completamente aislado. Por las noches, veía películas por el único canal que había en Bahía, películas de cowboys, mientras tomaba ron con cola.

La novela comenzó con una imagen; una imagen de un personaje, el doctor Kronz. Este médico checo sale, en algún momento, de Praga y hace un viaje hasta Barcelona, a un congreso de médicos. Allí se encuentra y conoce a otro médico ecuatoriano, el Dr. Cuesta.

Cuesta lo estimula a llegar a un lugar donde no hubiera historia, donde la historia se hubiera desdibujado; situación muy contraria al exceso de historia que el Dr. Kronz vivía en Praga, en la época del comunismo.

El doctor Kronz decide emprender un viaje que lo lleva hasta la ciudad de Quito.

¿Qué autor cree que tiene un papel decisivo en la concepción de El viajero de Praga?

Varios autores. El doctor Kronz no aparece por primera vez en El viajero de Praga, sino en el cuento El jockey y el mar.

Yo nunca supe por qué el doctor era un checo. Muchos amigos me preguntaron por qué no era catalán, italiano, español o inglés. Yo no supe qué contestar. Tuve que escribir El viajero de Praga para darme cuenta, para conocer mejor al personaje, para saber que procedía directamente de la literatura y de las obsesiones de Franz kafka.

Este es uno de los autores que ingresa o forma parte del libro. Pero también están Pavese, Onetti, Álvaro Mutis y muchos otros.

¿Qué llevó a Javier Vásconez a decidirse a publicar este libro?

Yo soy, de por sí, un escritor tardío. Publiqué mi primer libro, La ciudad lejana, a los 34 años. Fue mucho tiempo después cuando empecé a escribir El viajero de Praga.

¿Por qué me decidí? Yo creo que hay un momento en que un escritor tiene que publicar, para librarse del libro, para sacárselo de encima, porque de lo contrario se vuelve muy incómodo.

Por otro lado, también hay que estar preparado. Pienso que cada escritor tiene su forma de decidir cuándo publicar su obra.

Hace poco estuve en la presentación del libro Crímenes del futuro, de Juan Soto Ivars. En ese evento Víctor Amela, un conocido entrevistador catalán, le hizo la pregunta que voy a hacerle yo ahora: ¿Cree usted que sanó algo con la escritura de este libro?

Creo que se consolidó mi universo literario. Hasta ese momento había escrito dos libros de cuentos: Ciudad lejana y El hombre de la mirada oblicua, pero con la escritura y la publicación de El viajero de Praga me di cuenta de que ya había llegado a mi madurez literaria, de que había consolidado este universo en el que yo había decidido hablar largamente, profundamente, de una ciudad lluviosa, de una ciudad afincada en el mundo andino.

También esta novela me permitió hablar de otros tantos temas, como la enfermedad; de este doctor, que es una suma y resta de muchos otros médicos de la literatura: de Balzac, de Onetti y de Graham Greene, por ejemplo.

Y todo esto sirvió para conocerme mejor como escritor y seguir adelante.

¿Qué ha cambiado en Javier Vásconez desde entonces? ¿Y qué permanece?

Han cambiado muchas cosas. He intentado, y pretendo, tener una mayor sabiduría y lucidez literaria. Permanece el entusiasmo y el amor por la literatura.

¿Para Josef Kronz, qué cree que significa Praga?

Significa todo. Él es parte de Praga, pertenece a Praga. Desde la ciudad de Praga, él asiste, por desgracia, al suicidio de su madre y, a su vez, asiste a la época dura del comunismo.

Kronz es un doctor.

Kronz es un médico, un médico general, como se dice en Ecuador. Tiene sus muy peculiares formas de tratar a los enfermos. Sospecha que todos somos un poco enfermos. Sabe que la gente espera más que una palabra amable, espera más que hablar con un médico, espera más que ser inmediatamente recetado.

¿No dudó nunca de que el protagonista fuera un médico? 

No lo dudé. De alguna manera, toda mi vida he estado relacionado con las enfermedades; siempre he creído y he querido escribir sobre un médico.

Los médicos, como lo curas, son confidentes. Ellos son los que están más cerca de la gente, más cerca del dolor, de los conflictos humanos.

Este doctor Kronz se equivoca muchas veces. Pero, también, detrás de él y de los médicos, en general, hay una conciencia, una comprensión de los hombres que es interesante.

Al principio del Viajero de Praga, el doctor trata a una paciente, doña Ester. Esta mujer pronuncia un rumor poético de más de tres páginas sobre una niña desaparecida. ¿Qué relación ha tenido con la poesía?

Tengo una pésima relación con la música. Sería demasiado largo explicar la razón. La música, en mí, produce una especie de suspensión de la conciencia. No puedo escuchar música clásica por mucho tiempo porque me produce una terrible angustia.

Debido a esta carencia, a esta deficiencia, he sido un lector muy asiduo de la poesía. Durante años, lo primero que hacía cuando me despertaba era leer media hora o una hora de poesía.

Pienso que en la poesía empieza y está todo.

¿Qué relación tiene con la sociedad afincada en enormes casas y rodeada de objetos antiguos, esa sociedad aristócrata que representa doña Ester?

Una profunda relación por el lado de mi madre. Ella formaba parte de esas familias viejas, quiteñas; las familias ilustres, patricias que, de alguna manera, fueron las fundadoras del país y que ahora están en decadencia. Muchas de sus casas, de sus costumbres están en ruinas. Y la fascinación que esas ruinas, esos personajes, esas extravagancias han producido en mí desde la infancia es increíble.

Esas familias están pobladas por seres que deambulan por grandes caserones del centro, entre sombras, recuerdos. Son seres desvalidos. Y eso ha sido parte de mi material literario. Casi todos ellos son personajes de un libro como Ciudad lejana y, luego, de una manera o de otra, también van apareciendo en otros libros, como en El coronel Castañeda.

Esos seres, como doña Ester, parecería que son más una voz, que ya están muertos, que vienen del más allá.

Una buena parte de la novela se sitúa en Barcelona. Vivió en Barcelona. ¿Cómo ve esta ciudad ahora? ¿Qué ha cambiado desde entonces?

Cuando yo estuve aquí, Barcelona estaba pasando por una época muy dura. En ese mismo momento, había la movida madrileña. Madrid estaba parada en una actividad cultural, festiva, democrática impresionante. Estaba reconstruida, gracias a un alcalde como Tierno Galván, que había inyectado una buena dosis de insulina a Madrid.

Javier Vásconez.

Barcelona, en cambio, pasaba por una época de dejadez, de descuido… La ciudad estaba muy sucia. Si a esto le añades que yo no pude dormir el primer año que llegué a Barcelona, que deambulaba como una sombra, como un fantasma, que visitaba muchísimos antros, que me encontraba con Pere Gimferrer en el cine de madrugada, en las sesiones golfas -que en Barcelona pasaban a las 2 o 3 de la mañana-, puedes hacerte una idea de cómo la percibí, de cómo la viví.

La ciudad condal estaba muy cerca de lo que yo llamaría una ciudad canalla, oscura.

Ahora está completamente cambiada, está luminosa. Sufrió grandes transformaciones con las olimpiadas…En fin, es otra cosa.

A lo largo del libro aparece un personaje que, a mi modo de ver, es de novela de terror: el mudo. ¿De dónde viene? ¿Qué hace? ¿Qué le gusta de su andar por la novela?

El mudo podría representar la síntesis de lo que es el dolor humano.

Por otro lado, hace muchos años, cuando era niño, en los pueblos cercanos a Quito, como Píntag, Guayabamba, Sangolquí había muchos mudos que frecuentaban los pueblos, que esperaban la llegada de los coches en la carretera y que hacían señas, gestos.

Esos mudos han formado parte de la mitología de mi infancia. Me asustaban mucho.

Entonces, cuando empecé a escribir El viajero de Praga, el personaje del mudo apareció intempestivamente. Fue a recibir al doctor Kronz, cogió su maleta y lo llevó a la casa.

Parece que se volvió un personaje familiar para el doctor. La sabiduría que posee Kronz le permite inmediatamente trabar amistad con él, empezar una relación que a Violeta no le entusiasma porque a ella el mudo le da un cierto temor.

Al parecer, ahora han desaparecido. Ya no los he vuelto a ver.

Uno de los trabajos que tiene el doctor protagonista de la novela es en un hospital en Ecuador. Un hospital regentado por un director desquiciado. De ese hospital, de sus habitaciones, emergen figuras grotescas, goyescas. Uno acaba teniendo la sensación de que lo que ocurre en el hospital no es sino un delirio. El doctor incluso acaba encontrándose a sí mismo como paciente. ¿Es todo un delirio?

Poco antes de empezar la novela hubo en Quito un brote de peste. Por una curiosidad que no me explico, porque no tenía pensado todavía escribir El viajero de Praga, visité alguno de esos hospitales y todo lo que te pueda contar está muy cerca del delirio: el descuido, la dejadez, el abandono con la que se estaba llevando esa situación. Había niños abandonados, médicos desesperados, falta de medicina, de higiene.

Esa visita que hice a varios hospitales me sirvió como telón de fondo para componer, crear, este capítulo que mencionas.

Luego, es en ese hospital donde Kronz se desdobla. Y aparece Lowell, que es el segundo apellido de Kafka. Lowell está muriendo y el doctor conversa con él y lo atiende.

“Un encuentro solo alcanza su plenitud en la espera”, dice Kronz en la novela. ¿Es un pensamiento que comparte Vásconez?

De alguna manera, sí. Si no has esperado largamente a una mujer, no sé hasta qué punto tiene la misma intensidad el encuentro, la misma densidad humana, que el encuentro con una mujer a la que no has esperado.

La espera es algo que si, por un lado, es terrible, muy dolorosa; por otro lado, también alimenta muchísimo, estimula la imaginación. La espera es una de las grandes orientadoras de la literatura.

El fracaso, como la soledad, son dos rasgos fundamentales del doctor Kronz. ¿Qué considera Javier Vásconez que es el fracaso? ¿Cuándo fracasa un hombre?

El hecho de saber que vamos a morir, si lo pensamos más de unos segundos, ya nos enfrenta definitivamente al fracaso.

“El futuro es un paisaje ideal, una especie de proyecto que jamás se cumple”, dice Kronz

En algunos aspectos se cumple, pero la mayoría de las veces el proyecto se disuelve. Es solo porque el proyecto o los proyectos son, en general, siempre inacabados. Los proyectos los pensamos de una manera perfecta.

Kronz sentencia: “Mi vida es una experiencia inútil, y de la que no va a quedar ninguna huella”. “Es probable que el hecho de haber vivido sea suficiente”. ¿Está de acuerdo con Kronz? ¿Un escritor, precisamente, no se rebela contra ello?

El escritor sí; el doctor Kronz no, porque el escritor no tiene la lucidez que tiene el doctor Kronz.

Hay un momento en que Violeta dice: “Para mí (los indios), habitan en un mundo al que yo nunca voy a llegar”. ¿Es esa una tragedia del mestizo y del indígena? ¿Algo que les aleja irremediablemente?

No sé si sea una tragedia, pero es un estado cultural muy complejo de analizar. Es una convivencia silenciosa, respetuosa y, a veces, muy tensa la que existe entre el mundo indígena y el mundo blanco y mestizo. A partir de esta tensión, creo que hemos escrito y hemos pensado lo mejor de la cultura de nuestro país.

No es la última novela en la que nos encontramos a Josef Kronz.

Acaba de aparecer Hoteles del silencio, mi última novela: allí está Kronz. Y también lo encuentras en La sombra del apostador; en una novela corta que se llama La otra muerte del doctor, que transcurre parte en el páramo y parte en Nueva York. Aparece también en algunos cuentos. Es un personaje recurrente, como Roldán.

Roldán es este cojo, rencoroso, que algunos dicen que representa al Ecuador. No estoy tan seguro de eso, pero es recurrente en mi obra…También lo es Félix Gutiérrez, el fotógrafo, que en Hoteles del silencio adquiere un papel importante. Él recoge los retratos de la ciudad: de políticos, de poetas, de artistas, de intelectuales. Todas estas fotos las tiene en una especie de museo, una memoria de la ciudad.

Y también son recurrentes varias mujeres.

¿Y Violeta?

Violeta aparece en un momento en algunas de mis obras; nombrada muy discretamente, pero sí aparece.

¿Cómo ves la situación de la novela en Ecuador hoy?

Creo que un análisis profundo no se puede responder en una pregunta de entrevista. Lo que sí puedo decirte es que hoy en Ecuador hay un rebrote de varios autores muy interesantes, que creo que hay que tomar muy en serio: Mónica Ojeda, Sandra Araya, Santiago Vizcaíno, Leonardo Valencia, Juan Pablo Castro…

Tengo que confesarle algo. Yo no leía El viajero de Praga de noche, antes de acostarme, porque los paisajes que encontraba en la novela me atormentaban. ¿Qué momento del día crees que es el preferible para leerla?

De noche.

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*Filólogo y profesor en la Universidad de Navarra. Ha sido conductor del programa radial sobre literatura Cafés con letras, en la radio de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
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