Sí, en los cementerios aún hay vida

Texto y fotografía de Paola López
El mármol, la piedra y el hierro en los que se han grabado historias de amistad, de amor, de guerras, de familias, hablan en medio del silencio que los rodea. En los cementerios, más allá de los grandes monumentos hechos por reconocidos escultores, quedan guardados las memorias y los afectos de quienes pasaron por un lugar.
“Desde la antigüedad las estelas funerarias, los epígrafes que están colocados en las esculturas cuentan la historia del lugar. Dicen mil seiscientos tal, alguien nació en tal lugar, pasó por aquí, fue obispo, fue un rey, fue un poeta, un escritor y la comunidad agradecida dedica este recuerdo. Eso está contando la historia de alguien, de un momento”, dice el argentino Raúl Alesón, consultor de bienes culturales que participó en el XVIII Encuentro de Valoración y Gestión de Cementerios Patrimoniales realizado en Montevideo.
Para Alesón, quien trabaja en el registro de placas funerarias usando la técnica del frotagge (frotar grafito sobre una hoja colocada sobre un objeto), en tiempos de tablets, celulares, redes sociales, de información veloz y efímera, “esas placas, estelas en mármol, en bronce u otro tipo de piedra van a seguir narrando y van a sobrevivir a este tipo de cosas (…) al leer lo que dicen y en el propio ejercicio de rescatar este lenguaje, uno se va modificando, estos lenguajes ayudan a reflexionar”.
Aunque ya no se hacen enormes mausoleos, ni grandes alegorías de la muerte en mármol, los nichos siguen contando la historia de sus habitantes y de la relación que todavía guardan con los vivos. Mensajes grabados en placas de amigos que recuerdan a sus muertos o de compañeros de trabajo que conmemoran la fecha de una despedida dan cuenta de los afectos que se extienden más allá de la muerte y de los muros de un cementerio.
Cuando a Alesón le preguntan por qué registra las fotografías de difuntos grabadas en las sepulturas, su respuesta es sencilla: son trayectorias de vida.
“Esas fotos no están sacadas en el ataúd, en la tumba. Para esas fotos la señora se peinó, se arregló. Ese señor tenía que renovar su documento, se arregló, fue a un estudio fotográfico y sacó una foto. Ese joven se enlistó al servicio militar y sacó una foto, la jovencita iba a tomar la comunión y sacó una foto. La novia y el novio sacaron fotos del casamiento y 50 años después los hijos cuando sus padres murieron colocaron esa foto en la sepultura. Son fotografías de cómo era la gente y la moda en 1890, en 1907, en 1958”.
Y lo que parece una práctica antigua se mantiene viva, como cuenta la historiadora colombiana Lina Adrada, quien investiga el cementerio de Cali donde la mayoría de restos corresponde a jóvenes migrantes o hijos de migrantes campesinos muertos a causa de la violencia. Allí, grandes pancartas coloridas impresas en lonas han reemplazado al mármol.
Para Adrada, llevar la historia de las tumbas por fuera de los límites del camposanto es abrir espacios de reflexión en tiempos en los que ese país busca la reconciliación.
“El cementerio va a ser el reposo final de éstos, en su mayoría jóvenes, que al no tener las posibilidades de crecer educativamente, familiarmente, entran a un sistema de más violencia y el cementerio los termina cobijando, cobijando como su última morada, como el lugar a donde no querían llegar pero que está para recibirlos porque no les cierra las puertas y donde sus familiares van a conservar esa memoria aproximadamente cinco años, que es el tiempo de estancia que tienen en este espacio, con mucho fervor”, explica Adrada.
Y agrega que “es importante que la comunidad conozca estas historias a través del cementerio, que miren cómo la violencia está permeando este espacio, pero que este espacio también es una forma de hacer ese encuentro para reflexionar qué estamos haciendo con estos jóvenes que nos llegan por motivos de violencia a una ciudad que los recibe con más violencia”.