Septiembre, el mes en el que brotó la leyenda

Por Roberto Moreano / Ilustración Luisa Rivera
Fue en septiembre de 1966. Algún día de ese mes y ese año, Gabriel García Márquez se dirigió a la oficina postal más cercana a su domicilio (vivía en Ciudad de México) para enviar el borrador de su nueva novela. Había trabajado en ella por un año y medio como un enfermo. Tenía 500 hojas. El mismo escritor recordaría que, en ese momento, él y su esposa Mercedes apenas tenían dinero para enviar la mitad.
García Márquez cuenta en sus memorias que regresaron a su casa, empeñaron algunos electrodomésticos y volvieron para enviar el resto. Y así, sin más, se fue Cien años de Soledad a una casa editorial de Buenos Aires.
Al salir de la oficina postal, su esposa pronunciaría una frase en la que depositaba todo lo que acumuló en los últimos 18 meses.
-Lo único que falta ahora es que la novela sea mala.
Es septiembre de 2017. En algún lugar del mundo, alguna persona (además de mí) vuelve a recordar, descubrir o redescubrir una novela que inmortalizó no solo al escritor, sino a toda una región.
García Márquez reivindicó su natal Aracataca con valores que fueron exportables a toda Sudamérica. El libro intentó desmitificar esa Latinoamérica que antes se conocía como “un pueblo de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda” (discurso de aceptación del premio Nobel 1982). Desde Europa, la concepción de un pueblo de tiranos, de guerras, de revolucionarios y desaparecidos conformaban una visión desoladora de una tierra que, si bien sufría, también soñaba.
Es por eso que cuando nace Cien años de soledad (publicada en 1967) y Aureliano Buendía da vida a Macondo, o viceversa, el mundo descubre la espina dorsal de un escritor que se revela ante la realidad para utilizar lo único que podía para recobrar la esperanza de todo un continente: la palabra.
Gabriel García Márquez formó parte de esa camada de jóvenes escritores latinoamericanos (en las años 60 y 70), quienes junto con Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, y más, representaron lo que la Historia llamó “el boom latinoamericano”: un puñado de latinos que retaron los convencionalismos y estructuras literarias para terminar redefiniendo el género de la novela y el cuento corto.
Pero no solo retó las estructuras literarias. Ya en su etapa de periodista, oficio al cual siempre agradeció “nunca alejarle de la realidad”, destacó por su inclinación al relato cercano, humano, con rostros, nombres y apellidos (al conocido storytelling, en la actualidad). Alejado del vértigo de la primicia, descubrió que el periodismo debe no sólo informar, sino también conmover. Quedan como evidencia de su trabajo, las publicaciones en El Espectador (Bogotá), El Universal (Cartagena), y sus colaboraciones en la agencia Prensa Latina (Cuba).
Pablo Neruda dijo alguna vez que “Cien años de soledad es la mayor revelación en lengua española desde Don Quijote de Cervantes”. Su otrora amigo, Vargas Llosa, sostuvo que el libro tiene “la virtud de pocas obras maestras: la capacidad de atraer a un lector exigente preocupado por el lenguaje y, a la vez, a un lector elemental que solo sigue la anécdota”. Elogios como estos abundan en la carrera de Gabriel García Márquez, escritor al que un solo septiembre no le alcanza para homenajearlo.
En sus memorias, el colombiano escribe: “La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Tu recuerdo está inmortalizado, Gabo.